CAPÍTULO
VIII
EVOLUCIÓN
DEL CONCEPTO DE BENEFICENCIA, DE LA CARIDAD CRISTIANA A LA
RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN
LOS
PREÁMBULOS DE UN SERVICIO PÚBLICO
Como
consecuencia de la influencia del protestantismo, el enfriamiento de
la caridad cristiana y la Guerra de Sucesión, la beneficencia fue
siendo agarrada por las riendas civiles, que también consideraba y
consultaba a los eclesiásticos como auxiliares. El descenso de las
grandes fortunas, junto al aumento de las necesidades, fue reclamando
al estado como responsable de su ejercicio. A finales del siglo
XVIII, la beneficencia fue reconocida como servicio público al ser
sus rentas secularizadas y dependientes del estado.
Hasta el reinado
de Carlos III (1759-88) no hubo en España un plan de beneficencia de
carácter público. El afán del monarca y de sus ministros no fue
suficiente para asumir todos los servicios asistenciales. Por eso,
fueron necesarias iniciativas de las clases sociales más pudientes,
la grandeza del reino, el clero y, particularmente, los prelados de
la Iglesia.
Se establecieron
obras de salubridad alejando los cementerios de los conventos e
iglesias, ya que muchas enfermedades infecciosas se contagiaban por
proximidad con los muertos enterrados. Además se empezaron a
empedrar las calles y se plantearon obras de mejora en la
reconducción de las aguas de suministro y desecho.
En el año 1822, durante el trienio
liberal, tiene lugar la promulgación de
la primera Ley General de Beneficencia, que regularía todo lo
referente a esta materia, sirviendo además como base para la futura
legislación durante el siglo XIX. Su importancia fundamental se debe
a que representó el paso definitivo de la Beneficencia a manos de la
Administración.
Retrocediendo un
poco en el tiempo cabe citar de nuevo al rey Carlos III, pues a él
se debe, el intento de dividir regularmente el territorio español en
provincias, hasta entonces dividido en intendencias, que a su vez lo
hacían en partidos.
En lo que a
Málaga se refiere, el concepto actual de provincia no apareció
hasta 1810. Su municipio estaba repartido entre las actuales
provincias de Sevilla y Granada, que junto a Jaén formaban
Andalucía. De esta manera, a la provincia de Sevilla pertenecían
los actuales municipios de Sierra Yeguas, Teba, Cañete la Real,
Archidona, Estepona, Ardales; y a la provincia de Granada, Málaga,
Ronda, Antequera, Fuente Piedra, Marbella, Torre del Mar, Vélez
Málaga, Comares, Coín, Álora, Alhaurín, Cártama, Casarabonela,
Casa Bermeja, Almogia, Alhaurín el Chico, Colmenar, Río Gordo,
Torrox, Nerja, Frigiliana y Monda.
Fue en 1833
cuando se publicó el Real Decreto mediante el cual se dividió el
territorio español en 49 provincias. Su órgano gestor quedó en
manos de las correspondientes diputaciones provinciales.
En Málaga
se conformó la primera corporación provincial, según acta
capitular de 20 de diciembre de 1835 presidida por el teniente
alcalde don Francisco de Sales Sánchez del Águila. Además de su
presidencia, también participaron dos tenientes alcaldes, don
Francisco Rebull y don José María de Llanos, trece regidores y los
doce mayores contribuyentes de la ciudad. Se procedió a la votación
secreta quedando establecida la elección siguiente: don José
Mendoza y don José María de Llanos recibieron 21 votos cada uno;
don Ramón Narváez logró 16; don Miguel Crooke, 25, y don José
Mendoza, 24.
La Excma.
Diputación de Málaga nació de forma oficial el día 20 de
enero de 1836. Así quedó documentado en el boletín oficial de la
provincia en su número 19.
LA TRANSFERENCIA
DE LAS INSTITUCIONES BENÉFICAS A LAS DIPUTACIONES PROVINCIALES
Los poderes
públicos del estado liberal nacido de las Cortes de Cádiz en 1812
asumieron las funciones benéfico-asistenciales, ejercidas en el
antiguo régimen por las hermandades, cofradías y fundaciones de
carácter eclesiástico o privado. La idea era transformar el pasado
concepto de caridad tratado hasta ahora por el más novedoso de
beneficencia. En el transcurso del siglo XIX, la desamortización de
dichas instituciones benéficas tuvo como consecuencia la
transferencia de sus competencias de gobierno y administración a las
diputaciones provinciales, así como la ubicación de sus fondos
documentales.
Según
instrucción de 25 de agosto de 1817 de la Junta Suprema de Sanidad,
se crearon las Juntas Superiores de las Provincias para coordinar
medidas de prevención y lucha contra epidemias y enfermedades
infecto-contagiosas. De igual modo se crearon las Juntas Superiores
de Caridad en las capitales de cada provincia -según Real Orden de
16 de julio de 1833- con la finalidad de recoger fondos para el
socorro de mendigos, y proporcionar medicinas y asistencia sanitaria.
Mediante el Real
Decreto de 8 de septiembre de 1836, la mayoría de las instituciones
de beneficencia perdieron su identidad de fundación particular o
eclesiástica. A partir de este momento pasaron a ser competencia de
las Juntas Municipales de Beneficencia.
Años después
mediante la Ley General de Beneficencia de 1849, se crearon las
Juntas Provinciales de Beneficencia, presidida por los Gobernadores
Civiles, y con competencias en la gestión de casas de socorro,
maternidades, hospitales de convalecientes, dementes y ayuda
domiciliaria.
Las Juntas
Provinciales de Beneficencia desaparecen en 1868. Sus competencias
pasaron a las diputaciones provinciales, que se comprometieron a
asumir entre sus presupuestos los gastos de estos establecimientos y
el control de los servicios prestados.
La Ley
Provincial de 1870 regulaba la implantación y conservación de estos
edificios como establecimientos de beneficencia, así como sus
competencias, que quedaban en manos exclusivas de las diputaciones
provinciales.
Las Juntas
Provinciales se volvieron a crear en 1873 y se mantuvieron hasta
1968, cuando quedaron suprimidas de manera definitiva con la creación
de las nuevas Juntas Provinciales de Asistencia Social.
El
establecimiento del Hospital Provincial de la Caridad, llamado
Hospital San Juan de Dios después de ser administrado por los
Hermanos de San Juan de Dios, pasó a depender al municipio e,
inmediatamente, a la Junta Provincial de Beneficencia. La Junta
Provincial de Beneficencia transfirió el edificio del Hospital San
Juan de Dios de los alrededores de la catedral a la Excma. Diputación
Provincial de Málaga, el 29 de diciembre de 1867 y ante el notario
Ruiz de la Herrán, como se explicará más adelante. El hospital
pasó a llamarse Hospital Civil Provincial San Juan de Dios.
DE LA
ASISTENCIA EN EL RÉGIMEN CIVIL
Aunque la
estructura del edificio no acompañaba a la demanda asistencial del
momento, las 60 camas con que contaba el hospital en 1834 pasaron a
ser 160 alrededor de 1854, eso sí, entre angostos pasillos, bajos
techos y penosas escaleras, que hacían difícil la buena práctica
médica.
En 1859 el
recinto contaba con diez salas de enfermerías: las de San Rafael,
San Vicente Ferrer y San Luis, dedicadas a medicina, de techos bajos
y sucias, y con invitados como chinches y otras clases de insectos;
una destinada a enfermos de pago, la de San Juan de Dios, que contaba
con ocho camas; la enfermería para heridos, dotada de doce camas; la
sala de San Roque, de poca ventilación; las salas de San Bartolomé,
Nuestra Sra. del Carmen y Nuestra Sra. de los Dolores, que ocupaban
el antiguo corral de comedias, tenían difícil acceso y también
estaban poco ventiladas, y, por último, la sala de Santa Pelagia,
que carecía de firmeza tras varios intentos de remodelación.
Para la
ventilación de algunas de las salas del hospital era necesario
permanecer con las ventanas abiertas a cualquier hora y en cualquier
estación del año, es decir, siempre. Los retretes, que despedían
fuertes hedores, sólo eran parcialmente higienizados con cubos de
agua cargados por los brazos del personal de asistencia. No se
contaba con instrumental quirúrgico, ni con salas de baños.
No había lugar
para los enfermos convalecientes, que tenían que desplazarse a otro
establecimiento sanitario.
A pesar de que,
en cuanto a arquitectura se refiere, el inmueble no contaba con los
mínimos recursos sanitarios, se advirtió una disminución de la
mortalidad entre el principio y el final del siglo XIX, achacable a
las medidas tomadas referente al método de limpieza, al orden de su
personal y, sobre todo, a los insignes doctores Martínez Montes,
Casado y Sánchez de Castilla, Martino y Souviron, entre otros.
Sin embargo, por más intentos de
mejoras y obras de adecuación que se acometieron, cada vez era más
necesario un hospital de nueva planta.
LA PLANTILLA
HOSPITALARIA Y RÉGIMEN DE FUNCIONAMIENTO
Dependiente ya
de la Junta Provincial de Beneficencia, el hospital contaba con un
médico, un cirujano, un practicante mayor y tres segundos. Al médico
responsable de una determinada sala se le denominaba profesor. No
estaba contemplada la figura de un facultativo de guardia y era el
practicante mayor, que residía en el hospital, el encargado de
avisar al profesor correspondiente ante el ingreso de un enfermo o
herido, cuando éste no podía solucionar la urgencia presentada.
Cada practicante debía disponer en el mejor estado: tres lancetas
para sangrar, unas pinzas para curar, unas tijeras, una espátula y
un porta lechinos. Los lechinos eran hilos gruesos enrollados a modo
de cordón que se utilizaban en las curas.
Cada enfermero
ganaba cinco reales de sueldo y las mujeres, obviamente discriminadas
por razón de sexo, ingresaban tres reales, con la misma titulación.
Por lo menos, la comida estaba también cubierta en igualdad de
condiciones para ambos géneros.
Seguía
existiendo la figura del visitador, representada por un médico
perteneciente a la Junta Provincial de Beneficencia. Además,
referente al personal no sanitario, estaba el administrador, que
vivía en el edificio.
La visita a los
enfermos se realizaba diariamente antes de las diez de la mañana, y
en caso de ser necesario se realizaba una visita por la tarde.
En 1850 el
cuadro asistencial estaba compuesto por un profesor de medicina, el
licenciado don Juan Martino; un profesor de cirugía, don Pedro Gómez
Sancho; el practicante mayor, don Ildefonso Bonet; el administrador
don Juan Steólogo, y por último, su visitador, el médico don
Vicente Sancho Gómez. En este mismo año falleció el profesor de
cirugía, don Pedro Gómez Sancho, y el servicio quedó a cargo de
don Manuel Casado y Sánchez de Castilla, médico que no sólo
ejerció una gran labor como cirujano, sino que también luchó hasta
ver el hospital enclavado en su actual ubicación.
En 1852 se
amplió la plantilla con la llegada de un segundo cirujano, don
Rafael Souviron, y las siguientes incorporaciones que asistían a las
salas de medicina: don Carlos Dávila, don José Oppelt, don Antonio
Alonso y Navas, don Sebastián Pérez Souviron, don Francisco Martos
y don Juan Rosado.
En 1864 la Junta
Provincial de Beneficencia estableció un reglamento de régimen
interior en el que se determinaba el funcionamiento del hospital
tanto en el ámbito médico como en aspectos relacionados con la
cocina, lencería, administración y asistencia espiritual. Quedaba
igualmente establecido el régimen de visitas y la posibilidad del
ingreso de enfermos sin recursos y de pago. Como curiosidad, según
dicho reglamento los enfermos tenían prohibido practicar cualquier
tipo de juego en el hospital:
“(...)
además de ser ésta distracción contraria a la buena moral, evita
el descanso y sosiego (...) consintiéndoles únicamente una moderada
y social conversación en las horas que no sean de silencio” (Art.7
R.R.I, 1864).
INFLUENCIA DE LA
INDUSTRALIZACIÓN Y BURGUESÍADEL XIX EN EL HOSPITAL
A principios del
siglo XIX apareció un grupo migratorio norte-sur que consiguió que
Málaga se proclamara como la segunda provincia industrial de España
después de Barcelona.
Manuel Agustín
Heredia Martínez llegó a Málaga procedente de La Rioja,
concretamente de su ciudad natal, Rabanera de Cameros. Junto a otros
emprendedores formaron dos sociedades denominadas El Ángel y La
Concepción con el fin de fundir el mineral de hierro de un
yacimiento próximo a Marbella.
También de La
Rioja, del extremo meridional del curso alto del río Leza, llegó
Pablo Larios, quien años más tarde fundó junto a Heredia la
Industria Malagueña S.A., destinada a la fabricación de hilados,
tejidos de algodón, cáñamo y lino.
Fueron más los
comerciantes y hombres de negocios que dieron un auge importantísimo
a la provincia de Málaga: Loring, Clemens, Delius, Parladé, Huelin,
entre otros. De esta manera se creó a una burguesía de élite con
fuertes lazos entre sus miembros debido a los matrimonios que
surgieron de su núcleo social.
Las familias
Heredia-Grund, Larios-Croke, Huelin-Mandly y Loring-Heredia, entre
otras, contribuyeron de lleno a la prosperidad del hospital. De
alguna forma resurgió la caridad cristiana de épocas anteriores,
por aquel entonces en manos de la burguesía malagueña.
El Sr. Loring
enriqueció la lencería de las dependencias y reemplazó la antigua
vajilla oscura del hospital por una de pedernal blanco de la fábrica
de Sevilla. Asimismo, mejoró la materia prima ofrecida al sustituir
la carne de cordero, de mala calidad y poco apetente para los
enfermos en aquellos días, por la de vaca. También se debió al Sr.
Loring la compra de un sillón mecánico para intervenciones
quirúrgicas y de algunas mesitas de noche, así como múltiples
donaciones en metálico y la restauración de la imagen de San
Rafael.
Las camas,
maltrechas y de madera, fueron sustituidas por camas de hierro
gracias a la colaboración de don Miguel Téllez. Además, sufragado
por el banquero don José de Salamanca en 1851, el hospital adquirió
cierta amplitud con la construcción de una nueva escalera. Por su
parte, la Junta Provincial de Beneficencia, a instancia del Dr.
Casado, compró material quirúrgico a la casa Charriere de París.
A pesar de estas
contribuciones y de algunas remodelaciones, como las reformas para
instalar salas de baño y la sala nueva para las enfermedades de los
ojos, el hospital seguía sin ser el adecuado para una Málaga
floreciente y con una gran demanda asistencial que cubrir.
Como curiosidad
cabe mencionar que la sabiduría popular bautizó algunos alrededores
del hospital con los nombres de “Callejón de los Muertos” y
“Plaza del Desengaño”, apodos que no infundían mucha esperanza
a los enfermos que se encaminaban al hospital.
Gracias a la
continuas llamadas de atención del Dr. Casado en el periódico
Correo de Andalucía, fundado por el Sr. Loring en 1852, la opinión
pública y las autoridades fueron tomando conciencia de una realidad
que se cantaba a gritos: ¡Málaga necesita un hospital de nueva
planta!
ALGUNA
ESTADÍSTICA Y APARICIÓN DE ENFERMEDADES PROFESIONALES
Mediante la
obra: “Topografía Médica de la Ciudad de Málaga”, del Dr.
Vicente Martínez Montes, podemos conocer datos estadísticos de gran
relevancia que nos sitúan en las patologías del momento, de sus
incidencias y fatales desenlaces. Este autor realizó un estudio
detallado de datos estadísticos recopilados en la Málaga de la
primera mitad del siglo XIX. Médico del hospital militar, comparó
las patologías presentadas en la población general con las de las
tropas.
De todo su
estudio se sacan conclusiones interesantes como la ausencia de
endemias en ese momento, el aumento de la longevidad de la población
y una tasa de necrologías menor que en otras provincias. Asimismo, y
siguiendo la correlación entre las estaciones y meses del año, y el
desarrollo de enfermedades, se observan las siguientes conclusiones:
enero era el mes en el que más enfermaba la población civil y
diciembre, en el que menos; el otoño era la estación más enfermiza
y la primavera, la más sana. Igualmente, cabe destacar el papel de
nuestros vientos Terral y Levante en el modo de enfermar malagueño.
El Dr. Vicente
Martínez Montes recopiló los datos relativos a las muertes
producidas en el Hospital Civil Provincial durante toda una década,
referenciadas en el tiempo y en su etiología. En el momento que nos
ocupa, la población de Málaga contaba con 80.000 personas.
El
resurgir de la industria malagueña con la Ferrería y la Fábrica de
Hilados contribuyó al desarrollo de ciertas patologías, conocidas
hoy como enfermedades profesionales.
Don Rafael
Gorria y don Agustín Jiménez Salas, médicos respectivos de ambas
industrias, detectaron enfermedades de tracto respiratorio debidas al
cambio de temperaturas producido por intensas sudoraciones,
enfermedades que a veces se complicaban por la emanación de pequeñas
partículas de polvo. También aparecían eritemas de contacto y
oftalmias por las pequeñas motas de algodón emanadas.
La incorporación
de la mujer al mundo laboral provocó, según los autores de estos
días, periodos de amenorrea, que se debían a las largas caminatas
realizadas por mujeres menstruales desde el domicilio a la fábrica
en días de lluvia y frío.
También se
aplicaron las primeras medidas de protección laboral, como la
creación de salas de calor y la pavimentación del suelo con madera
para contrarrestar la humedad y el frío.
Lógicamente,
las enfermedades de mayor incidencia de la época como la
tuberculosis y las afecciones orgánicas de corazón también
tuvieron su protagonismo en el mundo laboral. A los enfermos que las
padecían se les recomendaba el cese de la actividad laboral y la
vuelta a casa.
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